opinón
La última declaración del Episcopado argentino provocó un
enorme escozor en el oficialismo.
El documento de la Iglesia expresó que "la Argentina está enferma
de violencia". La frase no constituye una imputación ni es una bandera
política: formula simplemente un diagnóstico que es compartido por la
gran mayoría de los argentinos.
La violencia no es solamente la comisión de delitos, que ha
aumentado de manera sensible; es también la agresión en todas sus
formas, aún las simbólicas, entre los habitantes de nuestro país.
Claro que no asistimos ahora a esos momentos de violencia política
como los que asolaron a la Argentina en los años setenta o en otras
circunstancias de su historia, pero eso no debe ser un consuelo, porque
después de treinta años de democracia deberíamos aspirar a vivir en
forma más normal, menos crispada, sin temor a caminar por la calle, sin
la preocupación constante por nuestros hijos.
Por eso el Episcopado no ha dicho algo nuevo, pero ha sabido
sintetizar lo que ya sabíamos en palabras muy elocuentes. En efecto, la
violencia se ha instalado entre nosotros como una enfermedad que sacude
todo el tejido social.
En lugar de tomar nota de ese ponderado diagnóstico, el
kirchnerismo se sintió agredido y salió a defenderse, atacando a los
obispos argentinos. Para lograr ese objetivo, se vio precisado a una
extraña operación: disociar al Episcopado del Papa.
Dado que no es hoy políticamente conveniente criticar a Francisco
(que, para Cristina Kirchner y sus acólitos, no tiene nada que ver con el
Cardenal Bergoglio que era objeto de su constante desdén), sostienen que
el Papa no está vinculado a los obispos, sino a los curas villeros.
La relación de Bergoglio con los curas villeros es bien conocida,
pero sería absurdo suponer que el Papa no ejerce un fuerte liderazgo
sobre el Episcopado argentino y que los obispos emiten documentos
contra la voluntad del Santo Padre.
Entender el mensaje franciscano no significa ir cada tanto a
sacarse una foto con él, sino vivir y –en el caso de los gobernantes- actuar
de modo tal que se favorezca la cultura del encuentro, se fomente la
concordia y se solucionen los problemas que afligen sobre todo a los que
menos tienen.
El primer paso para que nos curemos de la enfermedad de la
violencia es reconocer que estamos enfermos. Negar esa evidencia sólo
profundizará nuestros males y tornará más difíciles las soluciones.
Doctor Jorge R. Enríquez
jrenriquez2000@gmail.com
twitter: @enriquezjorge