viernes, 29 de enero de 2010

LA COBIJA DEL COLORADO


opinión

“...Hasta que un día el paisano/acabe con este infierno/y haciendo suyo el gobierno/con sólo esta ley se rija:/¡es pa’ todos la cobija/o es pa’ todos el invierno!...”.

Héctor “El Colorado” Quagliaro, uno de los promotores de los Rosariazos, secretario general de la CGT de los Argentinos en la ex ciudad obrera, impulsor de la CTA, proscripto y cesanteado durante la noche carnívora, tachero, censurado por el dinero de sus adversarios que querían quedarse con el PAMI y el gremio, presidente de la Comisión Nacional del Centro de Jubilados y Pensionados de ATE; terminaba sus discursos ante miles de personas o menos de los que cuentan los dedos de una mano, con estos versos de Arturo Jauretche en su poema “Paso de los libres”.

No lo recitaba desde la concepción formal, sino que lo sentía, lo había practicado durante sus casi ocho décadas de existencia. Vivía de acuerdo a ese sueño, a ese ideal, de construir una herramienta capaz de hacer que el paisano haga suyo el gobierno para que la cobija sea para todos.

Cuando el lunes piantó para otro lugar del universo, una revolucionaria sobreviviente de los años setenta dijo que “Quagliaro era un compañero. De esos que siempre te recibía sin hacer ninguna distinción. No tenía soberbia ni mezquindades ni preguntaba identidad política”. Rosario y la Argentina perdieron una de sus referencias más luminosas.

Peronista, canaya, tanguero y de ATE–CTA. Eran las marcas de su cuádruple identidad. Nacido en los primeros años de la década infame, el 22 de junio de 1933, la mitológica zona oeste de la entonces ciudad portuaria lo vio crecer. En las esquinas de las Cuatro Plazas todavía se cuentan leyendas sobre su estética de bailarín y sus dotes de centrohalf, como se decía antes a los que jugaban de “5”, vestido de la querida y guerrera camiseta auriazul de Central.

De pibe fue uno de los que se metió en la no menos recordada escuela de aprendices del Ministerio de Obras Públicas, en uno de los muelles del antiguo granero del mundo, y allí se enamoró de la política. Fue peronista consecuente de aquella historia del subsuelo de la patria sublevado, la constitución del ’49 y militante de la resistencia.

En los días del primer rosariazo, lo sacaron clandestino de Corrientes para traerlo a las calles de la ciudad rebelde y en Villa Constitución los socios menores del poder de siempre le cuestionaban su peronismo. Porque Quagliaro era de los peronistas que siempre molestan al poder. De los que no se alineaban aunque prometían oro, moros y demás comodidades.

El Colorado miraba orejeando. Fumador empedernido, voz arrabalera y gestos compañeros, Don Héctor tenía la cabeza y el corazón grandes. Tan grandes que muchos de los que lo enfrentaron en la seccional rosarina de ATE terminaron siendo dirigentes a su lado y gracias a semejante generosidad y amplitud. Es casi una cuestión matemática: la amplitud siempre le va a ganar al sectarismo y la mezquindad simplemente porque construye más espacio, es más grande. El Colorado era grande, por eso. Porque nunca dejó de ser el compañero que recibía a todos y el que nunca dejaba de sentir que del infierno se sale desde las mayorías con una clara conciencia de que la cobija sea para todos.
En los años noventa, en pleno menemismo rubicundo, cuando la Convertibilidad y demás espejitos de colores descubrieron la verdadera cara de muchos traidores a su clase, Quagliaro volvió a poner el cuerpo como tantas veces y en el salón del Círculo Católico de Obreros nació la idea de parir la Central de Trabajadores Argentinos. Y hasta se jugó por un frente nacional y popular contra el neoliberalismo provincial y fue candidato a gobernador recorriendo cada una de las casi cuatrocientas comunas y ciudades anunciando los versos de Jauretche.

Nunca quiso privilegios. Ni cuando en diciembre pasado cayó internado en uno de los policlínicos del PAMI rosarino. “Soy jubilado. Tengo que estar en el PAMI”, le dijo a su hijo Héctor, el heredero de aquel taxi y del orgullo canaya.
Leticia, su hija, su compañera de cientos y cientos de mañanas, tardes y noches en el edificio de San Lorenzo y Dorrego, la sede rosarina de ATE, contó que “estuvo lúcido hasta para decirle a uno de sus queridos compañeros que ellos eran los que tenían que seguir adelante. Que él se quedaba”.

Sus nietos eligen, cada vez que van a la casa de siempre del barrio de siempre, allá en el misterioso corazón de la zona oeste rosarina, sus nietos eligen –decía- los libros de fútbol y las fotos de otros tiempos.

Quagliaro era la historia de la dignidad de la clase trabajadora rosarina y argentina de las últimas cinco décadas.

No se la habían contado. Le había puesto el cuerpo a cada una de esas epopeyas de los que forman parte las mayorías.

Pero nunca se la creyó. Por eso iba a bibliotecas que se inauguraban y hablaba para cuatro personas con la misma pasión con la que arengaba a miles en contra del desguace y el saqueo continuos.

“Qué privilegio haberlo conocido”, dijo la militante revolucionaria mientras miraba los efectos de esa trampa llamada muerte.

Tiene razón. Un verdadero privilegio haber conocido a Don Héctor, a El Colorado, al Compañero Quagliaro.

Al cronista que escribe estas líneas se le ocurre pensar que el hombre de la zona oeste rosarina ya andará armando un frente en el lugar que ahora ocupa en esos misteriosos arrabales del universo. Andarán los ángeles exiliados de los altares oficiales escuchando sus historias mientras El Colorado se prepara para volver a hablar con Tosco y quizás con Evita y el viejo General. Es que hace falta una Central de Trabajadores en esa pampa de arriba que, últimamente, parece tan lejos de las necesidades de los de acá abajo.

Y en ese sitio del cosmos, Don Héctor volverá a decir que “es pa’ todos la cobija o es pa’ todos el invierno”.

Chau compañero, chau querido Héctor.

Lo necesitamos mucho. Lo vamos a extrañar mucho.

Por Carlos del Frade