opinión
Hacia fines de los años ochenta y principios de los noventa, había un amplio consenso social respecto de la necesidad de achicar un Estado elefantiásico, ineficiente, que daba pésimos servicios y era una pesada carga para todos los argentinos. Contra lo que hoy suele decirse, las privatizaciones llevadas a cabo por el gobierno del hoy devenido kirchnerista, Carlos Menem, tuvieron un extendido respaldo popular. Con la crisis de 2001-2002, la opinión pública viró. Los discursos que culpaban de los graves padecimientos económicos al “neoliberalismo” encontraron oídos receptivos. Se revalorizó el papel del Estado. Los gobiernos de los Kirchner aprovecharon ese nuevo clima y promovieron un creciente intervencionismo estatal. El cambio no fue drástico. El marco legal permaneció sustancialmente igual al de los noventa, pero la intervención del Estado fue creciendo, por diversas vías.
El resultado fue un capitalismo de amigos, en el que se da una relación promiscua y oscura entre los empresarios y las autoridades.
En materia de servicios públicos, ese extraño sistema implicó en los hechos una estatización encubierta. El caso ferroviario es paradigmático. El negocio de las concesionarias pasó de ser el normal – la prestación del servicio contra el pago de una tarifa - a uno en el que sólo importa recibir los subsidios del Estado. Tales prebendas son imprescindibles cuando se mantiene una tarifa ridículamente baja. El problema es que se conceden de un modo absolutamente discrecional. Ya se sabe que a mayor discrecionalidad, mayor corrupción.
Ante la terrible tragedia ocurrida en el Sarmiento, que costó la vida de 50 personas y más de 700 heridos, en muchos casos con secuelas irreversibles, la gran mayoría de las voces que han opinado en los medios reclama que el Estado recupere los ferrocarriles, sin advertir que en la práctica el servicio es estatal, porque todas las decisiones importantes las adopta el gobierno nacional, no las concesionarias, las cuales, desde luego tienen una enorme responsabilidad por la prestación de un servicio totalmente ineficiente.
Hay, en esas voces, cierta melancolía. Pareciera que se extraña al Estado. Pero, ¿qué Estado? ¿Alguno ideal, un Estado extranjero o este que actualmente tenemos. Ese es nuestro drama: la existencia de un Estado grande, pero bobo y corrupto. Un Estado que no planifica, que no investiga, que no invierte y que no controla. Un Estado permeado, además, por el patrimonialismo, es decir, la confusión entre el patrimonio público y el privado. Un Estado con funcionarios políticos como el secretario de Transportes. Ing. Juan Pablo Schiavi, quien en una parodia de conferencia de prensa – en la que no permitió preguntas - hamacándose entre el cinismo y la desvergüenza llegó a echarles la culpa de la tragedia a los usuarios, por ir preferentemente a los primeros vagones, y nos enseñó algo que no habríamos advertido sin su palabra magistral: que en un día feriado el mismo accidente hubiera provocado menos muertes.
Si en lugar de proferir tamaños disparates, que son antes que nada una ofensa a las víctimas y a sus deudos, se hubiera preguntado por qué desde que TBA explota líneas ferroviarias se produjeron, según estimaciones del ex diputado nacional Héctor Polino, alrededor de dos mil muertes por accidentes vinculados a esos medios de transporte, tal vez el penoso episodio de Plaza Once no habría ocurrido.
Los servicios públicos pueden ser de gestión estatal o de gestión privada, pero siempre en el marco de un Estado eficaz. ¿Cómo se lo logra? Mediante todo lo que el kirchnerismo aborrece: reglas claras, meritocracia, transparencia en el manejo de los fondos públicos, autonomía funcional de los órganos de control, prioridades presupuestarias claramente fijadas, con énfasis en la inversión estructural, modernización de sus procesos; en fin, un servicio civil que sea un orgullo y no un lastre para la ciudadanía.
Sin ese Estado no tendremos niveles aceptables de transporte, educación, seguridad, salud ni disfrutaremos de ninguno de los derechos económicos y sociales que la Constitución y las leyes nos conceden, pero que no nacen mágicamente por la mera mención de las normas, sino que resultan de un esfuerzo sostenido y unas metas más largas que las de las tapas de los diarios del día siguiente, único horizonte de los populismos.
Por Dr. Jorge R. Enríquez
Abogado y periodista