opinión
La acción militar estadounidense que culminó con la muerte de Osama Bin Laden es sin dudas una noticia impactante, aunque resta por verse si su inevitable repercusión mediática tiene un similar efecto político en el tablero internacional.
Después de casi diez años de buscarlo, luego del atentado a las Torres Gemelas en Nueva York, cuya autoría intelectual se le adjudicaba, un paciente trabajo de inteligencia logró ubicarlo en una residencia en Pakistán, donde un grupo militar especial intentó, aparentemente, capturarlo vivo, y, ante la resistencia de Bin Laden y sus custodios, lo ultimó mediante un disparo en la frente.
Contrariamente a la leyenda que se había tejido al respecto, el líder terrorista de la siniestra organización Al-Qaeda no fue hallado en una cueva enclavada en las escarpadas montañas de la frontera de Afganistán, sino con la más joven de sus esposas en una suntuosa residencia de Abbottabad, una ciudad turística ubicada a 60 kilómetros de Islamabad, la capital paquistaní.
El presidente norteamericano Barack Obama anunció el hecho a través de un discurso en la Casa Blanca, en el que señaló que se había actuado conforme a sus órdenes, asumiendo de esa forma la responsabilidad total por la operación.
En realidad, el marco legal de la misma fue establecido durante el gobierno de George W. Bush.
Apenas perpetrados los salvajes atentados en Washington y Nueva York, en 2001, el Congreso autorizó al presidente a utilizar "toda la fuerza necesaria y apropiada contra aquellos países, organizaciones o personas que él determine que hayan planeado, autorizado, cometido o ayudado a los ataques terroristas".
A escasas horas de haber concluído la acción militar, el secretario de Justicia norteamericano, Eric Holder, informaba al Comité Judicial de la Cámara baja norteamericana que la misión desarrollada en territorio paquistaní había sido “legal en todo sentido” y “que los responsables de esta acción, tanto a nivel de las determinaciones como en hacer efectivas esas decisiones, se manejaron muy bien".
Puso énfasis en que el presidente de EE.UU. "tiene el poder constitucional no sólo para contraatacar a sospechosos de estar envueltos en ataques terroristas contra el país, sino también contra Estados extranjeros sospechosos de acoger o apoyar esas organizaciones".
La noticia despertó una ola de euforia en los Estados Unidos, por lo menos durante las primeras horas. Más tarde, esa sensación de alegría se mezcló con cierto temor por las represalias que los grupos terroristas puedan ejecutar.
En esos momentos iniciales, nadie en el país del norte discutió el procedimiento ni su conclusión. El tremendo impacto causado por los atentados del 11 de septiembre de 2001, que causaron el instantáneo asesinato de más de 4000 seres humanos, aún no ha cesado y, en ese estado de excepción, que obró como disparador de leyes severamente restrictivas de los derechos civiles, cualquier duda al respecto podría ser tomada como un acto de traición a la patria. Por ello, es que nadie en el país del norte discutió el procedimiento ni su conclusión.
Hay que ver de qué forma Al Qaeda procesará el hecho. Por lo que se sabe, la organización parecía debilitada ya desde antes. Bin Laden será reemplazado como líder, pero es incierto el destino de esa facción.
El acontecimiento ocurre en momentos en que persisten los sacudones en Africa del Norte y Medio Oriente, en lo que aparece como una rebelión contra viejos autoritarismos, en la que ningún papel desempeñó Al Qaeda.
Hoy, las jóvenes generaciones del mundo árabe, conformadas por el 60 % de una población que no ha cruzado la franja de los 30 años pugna por democracias libres, no por teocracias islámicas.
Esos movimientos juveniles son los que derribaron los totalitarismos de Túnez y Egipto y ahora están empeñados en derrocar los autoritarismos de Libia, Siria, Yemen y Bahrein. Ellos identifican a Bin Laden, Al-Qaeda y los jihadistas con los gobiernos represores y corruptos a los que combaten.
Obama sin dudas sale fortalecido en su frente interno por esta operación, pero es muy prematuro afirmar, como lo hacen algunos comentaristas superficiales, que la muerte de Bin Laden le asegure la reelección. Falta mucho para las elecciones presidenciales y, por lo general, estas suelen resolverse en función de cuestiones domésticas, en especial la económica. George Bush (padre) había derrotado a Sadam Hussein en 1991 y perdió la reelección a los pocos meses a manos de un Bill Clinton, que acuñó como uno de sus lemas de campaña la famosa frase: "Es la economía, estúpido".
Un rasgo interesante para destacar en nuestro país es que desde hacía varios meses, cuando había fuertes sospechas sobre el paradero de Bin Laden, Obama había compartido esa información con los principales líderes del Congreso, de su partido y del partido opositor, el Republicano, a quienes mantuvo informados de los avances en el operativo. Es un ejemplo que algún día aprenderemos: la oposición también gobierna.
Quienes no somos norteamericanos y no tenemos prejuicios respecto de esa gran democracia, no podemos dejar de abrigar algunas dudas sobre la operación llevada a cabo. Es innecesario remarcar que aborrecemos el terrorismo fundamentalista y que sabemos que luchar contra él requiere de acciones especiales, que largamente exceden las fronteras del país agredido. Sin embargo, las autoridades de los Estados Unidos han sido hasta ahora poco precisas, ambiguas y hasta contradictorias en el manejo de la información. ¿Estaba al tanto el gobierno de Pakistán de este operativo? ¿Lo consintió? ¿Pudo haberse detenido a Bin Laden sin necesidad de matarlo? Si no estaba armado, como se dijo, ¿por qué se le disparó? ¿La orden era capturarlo o matarlo?
La principal potencia del mundo puede no prestar atención a estas cuestiones de forma, pero para quienes aspiramos a vivir en un marco internacional de respeto recíproco entre las naciones ellas son importantes. Por tal motivo, seguimos esperando explicaciones más convincentes.
Dr. Jorge R. Enríquez
El autor es abogado y periodista
jrenriquez2000@gmail.com